Archivo diario: 04/09/2008

Sigilosa danza

 
 

Una pareja de arquitectos, recién casados, fueron de viaje de novios a Egipto; lugar en el que pensaban encontrar todas las delicias y hermosos parajes que era imposible ver en una ciudad como Nueva York.

 

Sin dificultad, pudieron entenderse con la gente de Luxor, les recibieron con amabilidad y atención. Decidieron hacer una excursión por el río Nilo, como casi todos los turistas, en un precioso barco en el que todo estaba preparado para proporcionarles un plácido recorrido. El sirviente, que se encargaba  de servir las comidas en el crucero, con el paso de los días, entabló conversación con Silvia. El egipcio de mediana edad, Abded, le contó a la joven, que su mujer había fallecido en el parto de su hija y que ésta estaba al cuidado de unos parientes en Nag´el Tunab, ciudad en la que el turismo era una gran fuente de ingresos. Iba a verla siempre que tenía un rato libre, pero con su trabajo las posibilidades eran escasas. La niña tenía 3 años de edad y se llamaba Sarah. Silvia conmovida por la historia de Abded, se la contó a su marido, Joseph, y éste le dijo que si ella quería, podían ir verla e intentar ayudarla de alguna forma.

 

Abded fue informado de las intenciones de la pareja  una tarde en la que el color rojo del cielo marcaba el crepúsculo;  las aguas estaban cristalinas de un color ligeramente verdoso. Estuvo hablando con ellos sobre la pequeña que vivía cerca de allí, a no más de una o dos horas en coche. De pronto comenzó a llover y el color rojo se transformó en nubes grises azuladas que surcaba el cielo con rapidez. La tormenta era inminente y el piloto decidió anclar el barco para no sufrir riesgos. El egipcio les contó, con detalle, cómo había muerto la madre de la niña; el no se había casado porque no tenía tiempo para ello y todo el dinero que ganaba, era para su hija; estaba ahorrando para darle una buena educación y mensualmente le daba una cantidad a sus tíos para que a Sarah no le faltase de nada. No se sentía satisfecho porque creía que debía criarse en un hogar. Joseph y Silvia abrieron los ojos de par en par porque ellos no tenían hijos. Y sin más dilación le dijeron a Abded, que si quería, ellos podrían adoptar a la pequeña.

 

La tormenta amainaba y la embarcación prosiguió su recorrido; el egipcio continuo con su trabajo y en un momento de descanso, se acercó a los dos y les dijo que si estaban dispuestos, la niña era para ellos, pero tenían que asegurarle que le iban a dedicar cariño y que no le podía faltar de nada. Así fue como lo hicieron y la pareja, una tarde, cuando ya finalizó el crucero, fueron con el egipcio al lugar donde vivía la cría.

Les resultó desolador comprobar que sus tíos no le prestaban ninguna atención, la niña estaba en el suelo, toda sucia y casi sin ropa y ellos en el interior de la casa derrochando, en timbas de carta, el dinero que recibían de Abded. A éste le cayeron dos gruesas lágrimas de los ojos cuando pudo comprobar lo que ocurría allí. Cogió a su hija entre sus brazos y se la entregó a la familia. Decidieron no legalizar la situación; iba a  ser un serio  largo proceso de papeleos que tardarían muchísimo tiempo en resolver y  la pareja podía llevársela como si fuese una sobrina que recogían en el país.

 

Así lo hicieron y la pequeña salió fugitiva con unos padres nuevos. Cuando llegaron a Nueva York, Silvia empezó a preparar con gran alegría el dormitorio de la niña así como sus ropas, juguetes y demás. Declararon que era familia de Joseph y que iba a pasar una gran temporada con ellos. Le pusieron el apellido de su nuevo padre.

 

Joseph no pasaba casi tiempo en su casa, pero al ver a su mujer tan contenta con la pequeña de enormes ojos almendrados, no se preocupó más y continuó con su vida. El hecho de que Silvia no se quedase embarazada, hizo que la atención hacía la pequeña fuera desmedida, no la dejaba ni un minuto sola, la llevaba a todas partes con una nurse que tenía para su cuidado y,  de ser una pobre niña egipcia, se convirtió en una princesa del cuento soñado por otra persona.

 

La niña creció y  cuando tenía cinco años quiso que le explicasen quien era su padre, pero su madre “adoptiva" no le quiso decir nada; ese día le compró varios juguetes y diez vestidos más, para que distrajesen su atención. Pero ella continuaba preguntando, hasta que los nervios de Silvia un día estallaron y llamó a su marido para decirle lo que estaba pasando. Entre otras cosas, la pequeña no tenía documentos legales y además se podrían encontrar con un problema muy serio de justicia al haberla sacado de su país, y mucho más en un momento en el que comenzaba su escolarización.

La pareja pensó que con el tiempo se le pasaría y la volvieron a colmar de caprichos sin mirar sus ojos, que de tristeza estaban llenos porque no podía comprender que estaba ocurriendo.

Joseph llamó a Abded por teléfono para explicarle la situación, pero el egipcio le dijo que se las arreglara por si mismo, porque el no podía ir, y enviarla de nuevo a su país era todo un problema.

 

La pequeña se fue encerrando cada vez más en si misma y  los regalos poco le importaban. La exageración de su madre adoptiva respecto de sus cuidados y atención comenzaron a resultarle insoportables. Comenzó a tener problemas con la alimentación, se negaba a comer y solamente ingería la cantidad, que de forma obligada, le daba su madrastra. Joseph y Silvia comenzaron un largo recorrido de médicos sin que ninguno de ellos encontrase nada insano en su salud. El último que visitaron les recomendó que la dejasen a comer en el colegio al mediodía. Hablaron con su tutor y poniéndole en antecedentes de su problema, siguieron el consejo del especialista. Fue una sorpresa para todos el que empezase a comer bien, rodeada de sus compañeros y aunque durante los desayunos y cenas seguía sin mostrar apetito, con el tiempo fue mejorando de forma ostensible y recuperando algo de peso.

 

Así pasaron dos años más y cuando Sarah cumplió siete, la cambiaron de colegio para que pudiese completar sus estudios.

La niña se sentía diferente a los demás. Se había acostumbrado a sus pequeños compañeros y éstos además de desconocidos eran mayores que ella. Y cuando a la salida encontraba a Silvia, aumentaban su tedio y melancolía.

La posesión de la chica iba en aumento, no le estaba permitido salir con amigos y si hacía alguna fiesta, ésta se celebraba bajo la atenta mirada de Silvia, que consideraba que era la mejor manera de cuidar a su hijastra.

Ningún niño le parecía bueno para ella y sus amigas también eran despreciadas por la madre. Joseph que la adoraba y hablaba mucho con ella, estaba cegado por lo que le contaba su mujer y creía a pies juntillas que no había nadie que fuese adecuado para su hija. Por otra parte, temía que fuese juzgada por el color de su piel y aunque era una niña muy hermosa, pensaba que podía sufrir  por ello.

En ningún momento se planteó adoptarla de un modo legal, de alguna manera, estaba por encima de las leyes y se sentía bien así; no había tenido contratiempos y su poder, consecuencia de su situación social, le daba seguridad.

 

El aislamiento de Sarah era una realidad contra la que no podía luchar; solamente trataba a los amigos que poco a poco fue haciendo en el colegio.

Comenzó a pensar como los adultos, desde muy niña, sin tener libertad; sus tentativas de vivir estaban siendo zanjadas y sus padres adoptivos decidieron que ingresase en una escuela de ballet para que se animase y obtuviese una formación artística. Sarah, que no pudo hacer otra cosa más que aceptar, comenzó a bailar la danza de las impuestas miserias.

 

Y un día en el que lluvia caía por la ventana del salón de baile, ella imaginó que era una de las gotas que se deslizaba silenciosa para ir a caer al suelo; en esos momentos sintió agradecimiento por la vida, pero la exigencia y el control eran excesivos en su casa y persistían en su negativa de contarle cual era su procedencia. Se convirtió con los años en una bailarina de fama internacional, acompañada por el gran enigma de su origen y por su inalterable madre que no la dejaba sola en ningún lugar y mucho menos tomar decisiones propias. Solamente sentía libertad en el baile.

 

Una noche, cuando creía que  todos se habían ido, comenzó a danzar sin música, un bello cuadro en el que ella se sentía libre. Su profesora estaba observándola, pero de pronto salió y le preguntó con suavidad:

 

-¿Qué pieza estás bailando?

 

Ella respondió, con una sonrisa en los labios:

 

-Bailo el silencio de mi vida en la danza sigilosa del firmamento.

 

Su maestra improvisó al piano y entre ambas, compusieron una de las piezas que la hicieron más famosa y pudo  viajar a otros lugares sin la constante vigilancia de su madrastra; la profesora habló con ella y llegó a conformarse con la situación. La llamaron Sigilosa danza. Bailaba solamente acompañada por las suaves notas del piano, y cuando la interpretaban, los aplausos retumbaban en los teatros.

Ocurría algo llamativo al empezar la obra, fuese cual fuese el tiempo, el cielo le regalaba algunas gotas de lluvia para que ella pudiese verlas caer a través de los cristales.

 

 

MMC ©

 

 

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